sábado, 3 de noviembre de 2007


Richard RortyContingencia, ironía y solidaridadediciones PAIDOS BarcelonaTítulo original: Contingency, irony and solidarity Publicado en inglés por Cambridge University Press, Nueva York Traducción de Alfredo Eduardo Sinnot Revisión técnica de Jorge Vigil Cubierta de Mario Eskenazi y Pablo Martín 1.” edición, 1991 © 1989 by Cambridge University Press, Nueva York de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires. ISBN: 84-7509-669-7 Depósito legal: B-13.164/1991 Impreso en Hurope, S.A., Recaredo, 2 - 08005 Barcelona
CAPÍTULO 1LA CONTINGENCIA DEL LENGUAJEHace unos doscientos años, comenzó a adueñarse de la imaginación de Europa la idea de que la verdad es algo que se construye en vez de algo que se halla. La Revolución Francesa había mostrado que la totalidad del léxico de las relaciones sociales, y la totalidad del espectro de las instituciones sociales, podían sustituirse casi de la noche a la mañana. Este precedente hizo que, entre los intelectuales, los utopistas políticos fueran la regla más que la excepción. Los utopistas políticos dejan a un lado tanto las cuestiones referentes a la voluntad de Dios como las referentes a la naturaleza del hombre, y sueñan con crear una forma de sociedad hasta entonces desconocida.Más o menos al mismo tiempo, los poetas románticos mostraban qué es lo que ocurre cuando no se concibe ya el arte como una imitación, sino más bien como una creación del artista. Los poetas reclamaban para el arte el lugar que en la cultura tradicionalmente habían ocupado la religión y la filosofía, el lugar que la Ilustración había reclamado para la ciencia. El precedente que los románticos fijaron dio a su reclamo una inicial plausibilidad. El verdadero papel que han desempeñado las novelas, los poemas, las obras de teatro, las pinturas, las estatuas y la arquitectura en los movimientos sociales del último siglo y medio, le ha conferido una plausibilidad aún mayor.Ahora esas dos tendencias han aunado fuerzas y han alcanzado la hegemonía cultural. Para la mayor parte de los intelectuales contemporáneos, las cuestiones referentes a fines frente a medios —las cuestiones acerca del modo de dar sentido a la propia vida y a la propia comunidad— son cuestiones de arte o de política, o de ambas cosas, antes que cuestiones de religión, de filosofía o de ciencia. Este desarrollo ha conducido a una escisión dentro de la filosofía. Algunos filósofos han permanecido fieles a la Ilustración, y siguen identificándose con la causa de la ciencia. Ven a la antigua lucha entre la ciencia y la religión, entre la razón y la sinrazón, como una lucha que aún pervive y ha tomado ahora la forma de una lucha entre la razón y todas aquellas fuerzas que, dentro de la cultura, conciben a la verdad como una cosa que se encuentra más que una cosa que se hace. Esos filósofos consideran a la ciencia como la actividad humana paradigmática, e insisten en que la ciencia natural descubre la verdad, no la hace. Estiman que «hacer la verdad» es una expresión meramente metafórica y que induce a error. Conciben a la política y al arte como esferas en las que la noción de «verdad» está fuera de lugar. Otros filósofos, advirtiendo que el mundo tal como lo describen las ciencias físicas no nos enseña ninguna lección moral, no nos proporciona ningún consuelo espiritual, han llegado a la conclusión de que la ciencia no es más que la sirvienta de la tecnología. Estos filósofos se han alineado con los utopistas políticos y con los artistas innovadores. Mientras que los filósofos de la primera especie contraponen «el riguroso hecho científico» a lo «subjetivo» o a la «metáfora», los de la segunda especie ven a la ciencia como una actividad humana más, y no como el lugar en el cual los seres humanos se topan con una realidad «rigurosa», no humana. De acuerdo con esta forma de ver, los grandes científicos inventan descripciones del mundo que son útiles para predecir y controlar los acontecimientos, igual que los poetas y los pensadores políticos inventan otras descripciones del mundo con vistas a otros fines. Pero en ningún sentido constituye alguna de esas descripciones una representación exacta de cómo es el mundo en sí mismo. Estos filósofos consideran insustancial la idea misma de una representación semejante.Si nunca hubieran existido más que los filósofos del primer tipo, esto es, aquellos cuyo héroe es el científico natural, probablemente jamás habría existido una disciplina autónoma llamada «filosofía»: una disciplina que se distingue tanto de las ciencias como de la teología y de las artes. La filosofía, así concebida, no tiene más de dos siglos de existencia. Le debe esa existencia a los intentos de los idealistas alemanes de poner a las ciencias en su lugar y de conferir un sentido claro a la idea de que los seres humanos no hallan la verdad, sino que la hacen. Kant quiso relegar la ciencia al ámbito de una verdad de segundo orden: la verdad acerca del mundo fenoménico. Hegel se propuso concebir la ciencia natural como una descripción del espíritu que aún no se ha vuelto plenamente consciente de su propia naturaleza espiritual, y elevar con ello a la jerarquía de verdad de primer orden la que ofrecen el poeta y el político revolucionario.No obstante, el idealismo alemán constituyó un compromiso efímero e insatisfactorio. Porque en su rechazo de la idea de que la verdad está «ahí afuera» Kant y Hegel se quedaron a mitad de camino. Estaban dispuestos a ver el mundo de la ciencia empírica como un mundo hecho: a ver la materia como algo construido por la mente o como consistente en una mente que no era lo bastante consciente de su propio carácter mental. Pero continuaron entendiendo la mente, el espíritu, las profundidades del yo humano, como una cosa que poseía la naturaleza intrínseca: una naturaleza que podía ser conocida por medio de una superciencia no empírica denominada filosofía. Ello quería decir que sólo la mitad de la verdad —la mitad inferior, científica— era una verdad hecha. La verdad más elevada, la verdad referente a la mente, el ámbito de la filosofía, era aún objeto de descubrimiento, y no de creación.Lo que ocurría, y lo que los idealistas no fueron capaces de concebir, fue el rechazo de la idea misma de que algo —mente o materia, yo o mundo— tuviese una naturaleza intrínseca que pudiera ser expresada o representada. Porque los idealistas confundieron la idea de que nada tiene una naturaleza así con la idea de que el espacio y el tiempo son irreales, que los seres humanos causan la existencia del mundo espacio-temporal. Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la afirmación de que la verdad está ahí afuera. Decir que el mundo está ahí afuera, creación que no es nuestra, equivale a decir, en consonancia con el sentido común, que la mayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo son los efectos de causas entre las que no figuran los estados mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera es simplemente decir que donde no hay proposiciones no hay verdad, que las proposiciones son elementos de los lenguajes humanos, y que los lenguajes humanos son creaciones humanas. La verdad no puede estar ahí afuera —no puede existir independientemente de la mente humana— porque las proposiciones no pueden tener esa existencia, estar ahí afuera. El mundo está ahí afuera, pero las descripciones del mundo no. Sólo las descripciones del mundo pueden ser verdaderas o falsas. El mundo de por sí —sin el auxilio de las actividades descriptivas de los seres humanos— no puede serlo. La idea de que la verdad, lo mismo que el mundo, está ahí afuera es legado de una época en la cual se veía al mundo como la creación de un ser que tenía un lenguaje propio. Si desistimos del intento de dar sentido a la idea de tal lenguaje no humano, no incurriremos en la tentación de confundir la trivialidad de que el mundo puede hacer que tengamos razón al creer que una proposición es verdadera, con la afirmación de que el mundo, por su propia iniciativa, se descompone en trozos, con la forma de proposiciones, llamados «hechos». Pero si uno se adhiere a la noción de hechos autosubsistentes, es fácil empezar a escribir con mayúscula la palabra «verdad» y a tratarla como algo que se identifica con Dios o con el mundo como proyecto de Dios. Entonces uno dirá, por ejemplo, que la Verdad es grande, y que triunfará. Facilita esa fusión el hecho de limitar la atención a proposiciones aisladas Frente a léxicos. Porque a menudo dejamos que el mundo decida allí donde compiten proposiciones alternativas (por ejemplo, entre «Gana el rojo» y «Gana el negro», o entre «Lo hizo el mayordomo» o «Lo hizo el doctor»). En tales casos es fácil equiparar el hecho de que el mundo contiene la causa por la que estamos justificados a sostener una creencia, con la afirmación de que determinado estado no lingüístico del mundo es en sí una instancia de verdad, o que determinado estado de ese carácter «verifica una creencia» por «corresponder’> con ella. Pero ello no es tan fácil cuando de las proposiciones individualmente consideradas pasamos a los léxicos como conjuntos. Cuando consideramos ejemplos de juegos del lenguaje alternativos —el léxico de la política de la Atenas de la Antigüedad versus el de Jefferson, el léxico moral de san Pablo versus el de Freud, la terminología de Newton versus la de Aristóteles, la lengua de Blake versus la de Dryden—, es difícil pensar que el mundo haga que uno de ellos sea mejor que el otro, o que el mundo decida entre ellos. Cuando la noción de «descripción del mundo» se traslada desde el nivel de las proposiciones reguladas por un criterio en el seno de un juego del lenguaje, a los juegos del lenguaje como conjuntos, juegos entre los cuales no elegimos por referencia a criterios, no puede darse ya un sentido claro a la idea de que el mundo decide qué descripciones son verdaderas y cuáles son falsas. Resulta difícil pensar que el léxico sea algo que está ya ahí afuera, en el mundo, a la espera de que lo descubramos. El prestar atención (de la forma que lo hacen los cultivadores de la historia intelectual como Thomas Kuhn y Quentin Skinner) a ios léxicos en los que se formulan las proposiciones antes que a las proposiciones consideradas individualmente, hace que caigamos en la cuenta, por ejemplo, de que el hecho de que el léxico de Newton nos permita predecir el mundo más fácilmente de lo que lo hace el de Aristóteles, no quiere decir que el mundo hable newtoniana- mente. El mundo no habla. Sólo nosotros lo hacemos. El mundo, una vez que nos hemos ajustado al programa de un lenguaje, puede hacer que sostengamos determinadas creencias. Pero no puede proponernos un lenguaje para que nosotros lo hablemos. Sólo otros seres humanos pueden hacerlo. No obstante, el hecho de advertir que el mundo no nos dice cuáles son los juegos del lenguaje que debemos jugar, no debe llevarnos a afirmar que es arbitraria la decisión acerca de cuál jugar, ni a decir que es la expresión de algo que se halla en lo profundo de nosotros. La moraleja no es que los criterios objetivos para la elección de un léxico deban ser reemplazados por criterios subjetivos, que haya que colocar la voluntad o el sentimiento en el lugar de la razón. Es, más bien, que las nociones de criterio y de elección (incluida la elección «arbitraria») dejan de tener sentido cuando se trata del cambio de un juego del lenguaje a otro. Europa no decidió aceptar el lenguaje de la poesía romántica, ni el de la política socialista, ni el de la mecánica galileana. Las mutaciones de ese tipo no fueron un acto de la voluntad en mayor medida que el resultado de una discusión. El caso fue, más bien, que Europa fue perdiendo poco a poco la costumbre de emplear ciertas palabras y adquirió poco a poco la costumbre de emplear otras.Como argumenta Kuhn en The Copernican Revolution, no fue sobre la base de observaciones telescópicas o sobre la base de alguna otra cosa como decidimos que la Tierra no era el centro del universo, que la conducta macroscópica podía explicarse a partir del movimiento microestructural, y que la principal meta de la teorización científica debía ser la predicción y el control. En lugar de eso, después de cien años de estéril confusión, los europeos se sorprendieron a sí mismos hablando de una forma tal que daba por sentadas esas tesis solapadas. Los cambios culturales de esa magnitud no resultan de la aplicación de criterios (o de una «decisión arbitraria»), como tampoco resulta de la aplicación de criterios o de actes gratuits el que los individuos se vuelvan teístas o ateos, o cambien de cónyuge o de círculo de amistades. En tales cuestiones no debemos buscar criterios de decisión en nosotros mismos, como tampoco debemos buscarlos en el mundo. La tentación de buscar criterios es una especie de la tentación, más general, de pensar que el mundo, o el ser humano, poseen una naturaleza intrínseca, una esencia. Es decir, es el resultado de la tentación de privilegiar uno de los muchos lenguajes en los que habitualmente describimos el mundo o nos describimos a nosotros mismos. Mientras pensemos que existe alguna relación denominada «adecuación al mundo» o «expresión de la naturaleza real del yo», que puedan poseer, o de las que puedan carecer, los léxicos considerados como un todo, continuaremos la tradicional búsqueda filosófica de un criterio que nos diga cuáles son los léxicos que tienen ese deseable rasgo. Pero si alguna vez logramos reconciliarnos con la idea de que la realidad es, en su mayor parte, indiferente a las descripciones que hacemos de ella, y que el yo, en lugar de ser expresado adecuada o inadecuadamente por un léxico, es creado por el uso de un léxico, finalmente habremos comprendido lo que había de verdad en la idea romántica de que la verdad es algo que se hace más que algo que se encuentra. Lo que de verdadero tiene esa afirmación es, precisamente, que los lenguajes son hechos, y no hallados, y que la verdad es una propiedad de entidades lingüísticas, de proposiciones.[1]Puedo resumir esto reformulando lo que, a mi modo de ver, llegaron a hallar hace dos siglos los revolucionarios y los poetas. Lo que se vislumbraba a finales del siglo XVIII era la posibilidad de hacer que cualquier cosa pareciese buena o mala, importante o insignificante, útil o inútil, redescribiéndola. Aquello que Hegel describe como el proceso del espíritu que gradualmente se vuelve consciente de su naturaleza intrínseca, puede ser descrito más adecuadamente como el proceso por el cual las prácticas lingüísticas europeas cambiaban a una velocidad cada vez mayor. El fenómeno que describe Hegel es el de un número cada vez mayor de personas que ofrecen redescripciones más radicales de un mayor número de cosas que antes; el de personas jóvenes que atraviesan media docena de cambios en su configuración espiritual antes de alcanzar la adultez. Lo que los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y no la razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento de que el principal instrumento de cambio cultural es el talento de hablar de forma diferente más que el talento de argumentar bien. Lo que los utopistas políticos han percibido desde la Revolución Francesa no es que una naturaleza humana subyacente y perenne hubiese estado anulada o reprimida por instituciones sociales «innaturales» o «irracionales», sino que el cambio de lenguajes y de otras prácticas sociales pueden producir seres humanos de una especie que antes nunca había existido. Los idealistas alemanes, los revolucionarios franceses y los poetas románticos tenían en común la oscura percepción de que seres humanos cuyo lenguaje cambió de forma tal que ya no hablaban de sí mismos como sujetos a poderes no humanos, se convertían con ello en un nuevo tipo de seres humanos. La dificultad que afronta un filósofo que, como yo, simpatiza con esa idea —y que se concibe a sí mismo asistente del poeta antes que del físico—, es la de evitar la insinuación de que aquella idea capta algo que es correcto, que una filosofía como la mía corresponde a la forma de ser realmente las cosas.Porque hablar de correspondencia significa volver a la idea de la que un filósofo así desea desembarazarse: la idea de que el mundo o el yo tienen una naturaleza intrínseca. Desde nuestro punto de vista, explicar el éxito de la ciencia o la deseabilidad del liberalismo político diciendo que «se ajustan al mundo», o que «expresan la naturaleza humana», equivale a expresar por qué el opio lo hace a uno dormir refiriéndose a su virtud dormitiva. Decir que el léxico de Freud capta la verdad de la naturaleza humana, o que el de Newton capta la verdad de los cielos, no es explicar nada. Es únicamente un cumplido sin contenido: un cumplido tradicionalmente hecho a los escritores cuya jerga hemos encontrado útil. Decir que no hay una cosa tal como una naturaleza intrínseca no es decir que la naturaleza intrínseca de la realidad ha resultado ser —sorprendentemente— extrínseca. Decir, que debiéramos excluir la idea de que la verdad está ahí afuera esperando ser descubierta no es decir que hemos descubierto que, ahí afuera, no hay una verdad.[2] Es decir que serviría mejor a nuestros propósitos dejar de considerar la verdad como una cuestión profunda, como un tema de interés filosófico, o el término «verdad» como un término susceptible de «análisis». «La naturaleza de la verdad» es un tema infructuoso, semejante en este respecto a «la naturaleza del hombre» o «la naturaleza de Dios», y distinto de «la naturaleza del positrón» y de «la naturaleza de la fijación edípica». Pero esta afirmación acerca de su utilidad relativa, a su vez, es sólo la recomendación de que en realidad decimos poco acerca de esos temas, y véase cómo adelantamos.De acuerdo con la concepción de esos temas que estoy presentando, no se les debiera solicitar a los filósofos argumentos contra —por ejemplo— la teoría de la verdad como correspondencia o contra la idea de la «naturaleza intrínseca de la realidad». La dificultad que se asocia a los argumentos en contra del empleo de un léxico familiar y consagrado por el tiempo, es que se espera que se los formule en ese mismo léxico. Se tiene la expectativa de que muestren que los elementos centrales de ese léxico son «inconsistentes en sus propios términos» o que «se destruyen a sí mismos». Pero nunca puede mostrarse eso. Todo argumento según el cual el uso que corrientemente hacemos de un término corriente es vacío, o incoherente, o confuso, o vago, o «meramente metafórico», es forzosamente estéril e involucra una petición de principio. Porque un uso así es, después de todo, el paradigma de un habla coherente, significativa, literal. Tales argumentos dependen de afirmaciones según las cuales se dispone de léxicos mejores, o son una abreviatura de afirmaciones así. Raramente una filosofía interesante consiste en el examen de los pro y los contra de una tesis. Por lo común es implícita o explícitamente una disputa entre un léxico establecido que se ha convertido en un estorbo y un léxico nuevo y a medio formar que vagamente promete grandes cosas.Este último «método» de la filosofía es igual al «método» de la política utópica o de la ciencia revolucionaria (como opuestas a la política parlamentaria o a la ciencia normal). El método consiste en volver a describir muchas cosas de una manera nueva hasta que se logra crear una pauta de conducta lingüística que la ,generación en ciernes se siente tentada a adoptar, haciéndoles así buscar nuevas formas de conducta no lingüística: por ejemplo, la adopción de nuevo equipamiento científico o de nuevas instituciones sociales. Este tipo de filosofía no trabaja pieza a pieza, analizando concepto tras concepto, o sometiendo a prueba una tesis tras otra. Trabaja holística y pragmáticamente. Dice cosas como: «Intenta pensar de este modo», o, más específicamente, «Intenta ignorar las cuestiones tradicionales, manifiestamente fútiles, sustituyéndolas por las siguientes cuestiones, nuevas y posiblemente interesantes». No pretende disponer de un candidato más apto para efectuar las mismas viejas cosas que hacíamos al hablar a la antigua usanza. Sugiere, en cambio, que podríamos proponernos dejar de hacer esas cosas y hacer otras. Pero no argumenta en favor de esa sugerencia sobre la base de los criterios precedentes comunes al viejo y al nuevo juego del lenguaje. Pues en la medida en que el nuevo lenguaje sea realmente nuevo, no habrá tales criterios. De acuerdo con mis propios preceptos, no he de ofrecer argumentos en contra del léxico que me propongo sustituir. En lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se presente atractivo, mostrando el modo en que se puede emplear para describir diversos temas. Más específicamente, en este capítulo describiré la obra de Donald Davidson en el terreno de la filosofía del lenguaje como la manifestación de una buena disposición para excluir la idea de una «naturaleza intrínseca», una buena disposición para hacer frente a la contingencia del lenguaje que empleamos. En los capítulos posteriores intentaré mostrar el modo en que el reconocimiento de esa contingencia nos lleva a reconocer la contingencia de la consciencia, y el modo en que ambos reconocimientos nos conducen a una imagen del progreso moral e intelectual como historia de metáforas cada vez más útiles antes que como comprensión cada vez mayor de cómo son las cosas realmente.Comienzo, en este primer capítulo, con la filosofía del lenguaje porque deseo examinar las consecuencias de mi afirmación de que sólo las proposiciones pueden ser verdaderas, y de que los seres humanos hacen las verdades al hacer los lenguajes en los cuales se formulan las proposiciones. Me centraré en la obra de Davidson porque es el filósofo que más ha hecho por explorar esas consecuencias.[3] El tratamiento que Davidson hace de la verdad se enlaza con su tratamiento del aprendizaje del lenguaje y de la metáfora para formar el primer tratamiento sistemático del lenguaje que rompe completamente con la noción del lenguaje como algo que puede mantener una relación de adecuación o de inadecuación con el mundo o con el yo. Porque Davidson rompe con la noción de que el lenguaje es un medio: un medio o de representación o de expresión.Puedo aclarar lo que entiendo por «medio» señalando que la imagen tradicional de la situación humana no ha presentado a los seres humanos como simples redes de creencias y de deseos, sino como seres que tienen eso deseos y esas creencias. De acuerdo con la concepción tradicional, existe un núcleo que es el yo, el cual puede considerar tales creencias y deseos, decidir entre ellos, emplearlos, o expresarse por medio de ellos. Además, esas creencias y esos deseos pueden ser juzgados no sólo simplemente en relación con su capacidad de adaptación recíproca, sino en relación con algo exterior a la red de la cual son hilos. De acuerdo con esta concepción, las creencias son susceptibles de crítica si no se corresponden con la realidad. Los deseos son susceptibles de crítica si no se corresponden con la naturaleza esencial del yo humano: por ser «irracionales» o «innaturales». Tenemos así la imagen del núcleo esencial del yo en un extremo de esta red de creencias y de deseos, y la realidad en el otro extremo. De acuerdo con esta imagen, la red es el producto de una interacción entre ambos, y alternativamente expresa al uno y representa al otro. Esa es la imagen tradicional del sujeto y el objeto, imagen que el idealismo intentó, sin éxito, sustituir, y que Nietzsche, Heidegger, Derrida, James, Dewey, Goodman, Sellars, Putnam, Davidson y otros han intentado sustituir sin enredarse en las paradojas de los idealistas.Una fase de ese esfuerzo de sustitución consistió en el intento de colocar «lenguaje» en lugar de «mente» o de «consciencia» como medio a partir del cual se construyen las creencias y los deseos, como tercer elemento, mediador entre el yo y el mundo. Se pensó que ese giro en dirección del lenguaje constituía un paso progresivo de adaptación. Se creyó que era así porque parecía más fácil dar una explicación causal de la emergencia, en el marco de la evolución, de organismos que utilizan el lenguaje, que dar una explicación metafísica de la emergencia de la consciencia a partir de lo no consciente. Pero en sí misma esa sustitución es ineficaz. Porque si persistimos en la imagen del lenguaje como un medio, como algo que está entre el yo y la realidad no humana con la que el yo procura estar en contacto, no habremos hecho progreso alguno. Utilizamos aún una imagen del sujeto y del objeto, y permanecemos adheridos a cuestiones referentes al escepticismo, el idealismo y el realismo. Porque aún podemos plantear, acerca del lenguaje, cuestiones de la misma especie que las que hemos planteado acerca de la consciencia.Son cuestiones tales como: «El medio que se halla entre el yo y la realidad, ¿los une o los separa?»; «Debemos concebir el medio principalmente como un medio de expresión, de articulación de lo que yace en lo profundo del yo? O debemos concebirlo principalmente como medio de representación, el cual le muestra al yo lo que se halla fuera de él?» Las teorías idealistas del conocimiento y las nociones románticas de imaginación pueden, ay!, ser fácilmente traducidas de la terminología de la «consciencia» a la del «lenguaje». Las reacciones realistas y moralistas a tales teorías pueden ser traducidas con la misma facilidad. De tal modo los combates entre el romanticismo y el moralismo, entre el idealismo y el realismo —combates en los que alternativamente triunfan uno y otro bando— continuarán en la medida en que pensemos que existe la esperanza de hallarle un sentido a la cuestión de si un lenguaje determinado es «adecuado» para una tarea: para la tarea de expresar adecuadamente la naturaleza de la especie humana o para la tarea de representar de manera propia la estructura de la realidad no humana.Necesitamos librarnos de ese proceso pendular. Davidson nos ayuda a hacerlo. Pues él, precisamente, no concibe el lenguaje como un medio de expresión o de representación. Por eso puede dejar a un lado la idea de que tanto el yo como la realidad poseen una naturaleza intrínseca, una naturaleza que está ahí afuera a la espera de que se la conozca. La concepción del lenguaje sostenida por Davidson no es ni reduccionista ni expansionista. Ello no implica formular definiciones reductivas de nociones semánticas como «verdad», «intencionalidad» o «referencia», a la manera en que lo han hecho a veces los filósofos analíticos. Tampoco se asemeja al intento de Heidegger de transformar el lenguaje en una especie de divinidad, en algo de lo cual los seres humanos son meras emanaciones. Como nos ha advertido Derrida, semejante apoteosis del lenguaje es simplemente una versión traspuesta de la apoteosis idealista de la consciencia.Por el hecho de eludir tanto el reduccionismo como el expansionismo, Davidson se acerca a Wittgenstein. Los dos filósofos tratan a los léxicos alternativos más como herramientas alternativas que como piezas de un rompecabezas. Tratarlos como piezas de un rompecabezas equivale a suponer que todos los léxicos son prescindibles, o reductibles a otros léxicos, o susceptibles de ser reunidos con todos los otros léxicos en un único gran superléxico unificado. Si evitamos esa suposición, no nos sentiremos inclinados a plantear cuestiones tales como: «¿Cuál es el lugar de la consciencia en un mundo de moléculas?», «¿Los colores dependen de la mente más que los pesos?», «¿Cuál es el lugar de los valores en un mundo de hechos?», «¿Cuál es el lugar de la intencionalidad en un mundo causal?», «¿Cuál es la relación entre la sólida mesa del sentido común y la endeble mesa de la microfísica?» o «¿Cuál es la relación entre lenguaje y pensamiento?» No deberíamos proponernos responder a esas preguntas, porque el hacerlo o conduce a los manifiestos fracasos del reduccionismo o a los efimeros éxitos del expansionismo. Deberíamos limitarnos a cuestiones como: «¿Obstaculiza el uso de estas palabras el uso que hacemos de aquellas otras?» Esta es una cuestión acerca de si el uso de nuestras herramientas es ineficaz, y no una cuestión acerca de si nuestras creencias son contradictorias.Las cuestiones «meramente filosóficas», como la de Eddington acerca de las dos mesas, constituyen intentos de suscitar ficticias disputas teóricas entre léxicos que se han mostrado capaces de coexistir pacíficamente. Todas las cuestiones que he mencionado más arriba representan casos en los que los filósofos han hecho que su temática cobrase mala reputación porque ellos veían dificultades que nadie más veía. Pero ello no quiere decir que los léxicos nunca se obstaculicen entre sí. Por el contrario, es típico que se consigan logros revolucionarios en el terreno de las artes, de las ciencias y del pensamiento político y moral, cuando alguien advierte que dos o más léxicos se interfieren entre sí, y pasa a inventar un nuevo léxico que reemplace a aquéllos. Por ejemplo, el léxico aristotélico tradicional se insertó en el léxico matematizado que el en siglo xvi desarrollaban los estudiosos de la mecánica. Del mismo modo, jóvenes estudiantes alemanes de teología del siglo XVIII —como Hegel y Hölderlin— descubrieron que el léxico con el cual reverenciaban a Jesús se estaba insertando en el léxico con el cual reverenciaban a los griegos. También del mismo modo, el empleo de tropos a la manera de Rosetti se interponía en el empleo que inicialmente hacía Yeats de los tropos de Blake. La creación gradual, por medio de sucesivas pruebas, de un tercero y nuevo léxico —un léxico como el elaborado por hombres como Galileo, Hegel o el último Yeats— no consiste en haber descubierto cómo pueden adaptarse recíprocamente los viejos léxicos. Esa es la razón por la cual no se puede llegar a ella a través de un proceso de inferencia, a partir de premisas formuladas en los antiguos léxicos. Tales creaciones no son el resultado de la acertada reunión de las piezas de un rompecabezas. No consisten en el descubrimiento de una realidad que se halla tras las apariencias, de una visión sin distorsiones de la totalidad del cuadro con la cual reemplazar las concepciones miopes de sus partes. La analogía adecuada es la de la invención de nuevas herramientas destinadas a ocupar el lugar de las viejas. El alcanzar un léxico así se asemeja más al hecho de abandonar la palanca y la cuña porque se ha concebido la polea, o de excluir el yeso mate y la témpera porque se ha encontrado la forma de proporcionar apropiadamente el lienzo. Esta analogía wittgensteiniana entre los léxicos y las herramientas tiene una desventaja manifiesta. Lo característico es que el artesano conozca cuál es el trabajo que debe hacer antes de escoger o de inventar las herramientas con las cuales llevarlo a cabo. En cambio, alguien como Galileo, Yeats o Hegel (un «poeta» en el amplio sentido en que empleo el término, esto es, en el sentido de «el que hace cosas de nuevo») regularmente es incapaz de aclarar con exactitud qué es lo que se propone hacer antes de elaborar el lenguaje con el que acierta a realizarlo. Su nuevo léxico hace posible, por primera vez, la formulación de los propósitos mismos de ese léxico. Es una herramienta para hacer algo que no podría haberse concebido antes de la elaboración de una serie determinada de descripciones: las descripciones de las que la propia herramienta ayuda a disponer. Pero momentáneamente no tendré en cuenta esta deficiencia de la analogía. Simplemente me propongo subrayar que el contraste entre el modelo del rompecabezas y el de la «herramienta», para los léxicos alternativos, refleja el contraste —para decirlo en los términos levemente engañosos de Nietzsche— entre la voluntad de verdad y la voluntad de vencerse a sí mismo. Las dos son expresiones del contraste entre el intento de representar o de expresar algo que ya estaba allí, y el intento de hacer algo con lo que antes nunca se había soñado.Davidson examina las implicaciones del tratamiento que hace Wittgenstein de los léxicos como herramientas planteando dudas explícitas acerca de los supuestos de las teorías prewittgensteinianas tradicionales del lenguaje. Esas teorías daban por supuesto que preguntas tales como «El lenguaje que estamos empleando, ¿es el “correcto”?», «Se adecua a su función de medio de expresión o de representación?», o «Es nuestro lenguaje un medio opaco o un medio transparente?», son preguntas con sentido. Tales preguntas suponen que existen relaciones tales como «adecuarse al mundo», o «ser fiel a la verdadera naturaleza del yo», que pueden enlazar el lenguaje con lo que no es lenguaje. Ese supuesto se une al supuesto de que «nuestro lenguaje» —el lenguaje que ahora hablamos, el léxico de que disponen los hombres cultos del siglo XX— es en cierto modo una unidad, un tercer elemento que mantiene determinada relación con las otras dos unidades: el yo y la realidad. Los dos supuestos resultan bastante naturales cuando se ha aceptado la idea de que hay cosas no lingüísticas llamadas «significados» que es tarea del lenguaje expresar, y, asimismo, la idea de que hay cosas no lingüísticas llamadas «hechos» que es tarea del lenguaje representar. Las dos ideas sustentan la noción del lenguaje como medio.Las polémicas de Davidson contra los usos filosóficos tradicionales de los términos «hecho» y «significado» y contra lo que él llama «el modelo de esquema y contenido» de pensamiento y de investigación, son aspectos de una polémica más amplia contra la idea de que el lenguaje tiene una tarea fija que cumplir y de que existe una entidad llamada «lenguaje» o «el lenguaje» o «nuestro lenguaje», que puede cumplir o no esa tarea adecuadamente. La duda de Davidson acerca de la existencia de tal entidad es paralela a la de Gilbert Ryle y Daniel Dennett acerca de si existe algo llamado «la mente» o «la consciencia».[4] Las dos series de dudas son dudas acerca de la utilidad de la noción de un medio entre el yo y la realidad: ese medio que los realistas ven tan transparente cuanto opaco lo ven los escépticos.En un trabajo reciente, sutilmente titulado «A Nice Derangement of Epitaphs»,[5] Davidson intenta socavar el fundamento de la idea del lenguaje como entidad, desarrollando el concepto de lo que él llama «una teoría momentánea» acerca de los sonidos y las inscripciones producidos por un miembro del género humano. Debe considerarse esa teoría como parte de una «teoría momentánea» más amplia acerca de la totalidad de la conducta de esa persona: una serie de conjeturas acerca de lo que ella hará en cada circunstancia. Una teoría así es «momentánea» porque deberá corregírsela constantemente para dar cabida a murmullos, desatinos, impropiedades, metáforas, tics, accesos, síntomas psicóticos, notoria estupidez, golpes de genio y cosas semejantes. Para hacer las cosas más sencillas, imagínese que estoy elaborando una teoría así acerca de la conducta habitual del nativo de una cultura exótica a la que inesperadamente he llegado en un paracaídas. Esa extraña persona, la cual presumible- mente me halla a mí tan extraño como yo a él, estará al mismo tiempo ocupado en la elaboración de una teoría acerca de mi conducta. Si logramos comunicamos fácil y exitosamente, ello se deberá a que sus conjeturas acerca de lo que me dispongo a hacer a continuación, incluyendo en ello los sonidos que voy a producir a continuación, y mis propias expectativas acerca de lo que haré o diré en determinadas circunstancias, llegan más o menos a coincidir, y porque lo contrario también es verdad. Nos enfrentamos el uno al otro tal como nos enfrentaríamos a mangos o a boas constrictoras: procurando que no nos cojan por sorpresa. Decir que llegamos a hablar el mismo lenguaje equivale a decir que, como señala Davidson, «tendemos a coincidir en teorías momentáneas». La cuestión más importante es para Davidson que todo lo que «dos personas necesitan para entenderse recíprocamente por medio del habla, es la aptitud de coincidir en teorías momentáneas de una expresión a otra».La explicación que Davidson da de la comunicación lingüística prescinde de la imagen del lenguaje como una tercera cosa que se sitúa entre el yo y la realidad, y de los diversos lenguajes como barreras interpuestas entre las personas o las culturas. Decir que el lenguaje del que uno antes disponía para tratar de algún segmento del mundo (por ejemplo: el cielo estrellado, en lo alto, o las ardientes pasiones, en el interior) no es sino decir que ahora, tras haber aprendido un nuevo lenguaje, uno es capaz de manejar ese segmento con mayor facilidad. Decir que dos comunidades tienen dificultades para relacionarse debido a que las palabras que cada una de ellas emplea son difíciles de traducir a palabras de la otra, no es sino decir que para los miembros de una comunidad la conducta lingüística de los miembros de la otra, lo mismo que el resto de su conducta, puede ser difícil de predecir. Como lo expresa Davidson:Debemos advertir que hemos abandonado no sólo la noción corriente de lenguaje, sino que hemos borrado el límite entre el conocimiento de un lenguaje y el conocimiento de nuestra marcha por el mundo en general. Porque no hay reglas para llegar a teorías momentáneas que funcionen. [...] Las posibilidades de reglamentar o de enseñar ese proceso no son mayores que las posibilidades de reglamentar o de enseñar el proceso de crear nuevas teorías para hacer frente a nuevos datos; porque eso es lo que supone ese proceso […]No existe cosa semejante a un lenguaje, al menos en el sentido en que lo han concebido los filósofos. No hay, por tanto, una cosa semejante que pueda ser enseñada o dominada. Debemos renunciar a la idea de que existe una estructura definida poseída en común que los usuarios de un lenguaje dominan y después aplican a situaciones [...] Debemos renunciar al intento de aclarar el modo en que nos comunicamos recurriendo a convenciones.[6]Esta línea de pensamiento acerca del lenguaje es análoga a la concepción de Ryle y de Dennett según la cual cuando empleamos una terminología mentalista sencillamente estamos empleando un léxico eficaz —característica léxica de lo que Dennett llama la «actitud intencional»— para predecir lo que un organismo verosímilmente hará o dirá al concurrir diversas circunstancias. Davidson es, con respecto al lenguaje, un conductista no reduccionista, en la misma forma que Ryle era un conductista no reduccionista con respecto a la mente. Ninguno de los dos tiene tendencia a proporcionar equivalentes conductuales para hablar de creencias o de referencia. Pero los dos están diciendo: concíbase el término «mente» o el término «lenguaje», no como la denominación de un medio entre el yo y la realidad, sino simplemente como una señal que indica que es deseable emplear cierto léxico cuando se intenta hacer frente a ciertas especies de organismos. Decir que un organismo determinado —o, en su caso, una máquina determinada— tiene una mente, no es sino decir que, para algunos propósitos, convendrá concebirlo como algo que tiene creencias y deseos. Decir que es el usuario de un lenguaje, no es sino decir que, el emparejar las marcas y los sonidos que produce con los que nosotros producimos, resultará ser una táctica útil para predecir y controlar su conducta futura.Esta actitud wittgensteiniana, desarrollada por Ryle y Dennett a propósito de las mentes, y por Davidson a propósito de los lenguajes, hace de la mente y del lenguaje cosas naturales al convertir todas las cuestiones acerca de la relación de una y otro con el resto del universo en cuestiones causales, en tanto opuestas a las cuestiones acerca de la adecuación de la representación o de la expresión Tiene pleno sentido preguntarse cómo hemos pasado de la relativa falta de una mente en el mono a la posesión de una mentalidad madura en el humano, o de hablar como en Neanderthal a hablar posmoderno, si se interpreta tales cuestiones como cuestiones sin más ni más causales. En el primer caso la respuesta nos conduce a la neurología y, de allí, a la biología evolutiva. Pero en el segundo caso nos conduce a la historia intelectual concebida como historia de la metáfora. Para los propósitos que me he fijado en este libro, lo segundo es lo más importante. De manera que dedicaré el resto de este capítulo a dar cuenta del progreso intelectual y moral de acuerdo con la concepción davidsoniana del lenguaje.Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las ciencias y el sentido moral, como la historia de la metáfora, es excluir la imagen de la mente humana, o de los lenguajes humanos, como cosas que se toman cada vez más aptas para los propósitos a los que Dios o la Naturaleza los ha destinado; por ejemplo, los de expresar cada vez más significados o representar cada vez más hechos. La idea de que el lenguaje tiene un propósito vale en la misma medida que la idea del lenguaje como medio. La cultura que renuncie a esas dos ideas representará el triunfo de las tendencias del pensamiento moderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias comunes al idealismo alemán, a la poesía romántica y a los políticos utopistas.Una concepción no teleológica de la historia intelectual, que incluya a la historia de la ciencia, sirve a la teoría de la cultura del mismo modo que la concepción mendeliana, mecanicista, de la selección natural sirvió a la teoría evolucionista. Mendel nos hizo concebir la mente como algo que sencillamente ha acontecido, y no como algo que constituyese el elemento central de todo el proceso. Davidson nos permite concebir la historia del lenguaje, y por tanto la historia de un arrecife de coral. Las viejas metáforas están desvaneciéndose constantemente en la literalidad para pasar a servir entonces de base y contraste de metáforas nuevas. Esta analogía nos permite concebir a «nuestro lenguaje» —esto es, el de la ciencia y la cultura de la Europa del siglo XX— como algo que cobró forma a raíz de un gran número de meras contingencias. Nuestro lenguaje y nuestra cultura no son sino una contingencia, resultado de miles de pequeñas mutaciones que hallaron un casillero (mientras que muchísimas otras no hallaron ninguno), tal como lo son las orquídeas y los antropoides.Para aceptar esta analogía debemos seguir a Mary Hesse en su idea de que las revoluciones científicas son «redescripciones metafóricas» de la naturaleza antes que intelecciones de la naturaleza intrínseca de la naturaleza.[7] Además, debemos resistir a la tentación de pensar que las redescripciones de la realidad que ofrecen la ciencia física o la ciencia biológica contemporáneas se aproximan de algún modo a «las cosas mismas», y son menos «dependientes de la mente» que las redescripciones de la historia que nos ofrece la crítica contemporánea de la cultura. Tenemos que concebir la constelación de fuerzas causales que llevaron a hablar del ADN o del Big Bang como las mismas fuerzas causales que llevaron a hablar de «secularización» o de «capitalismo tardío».[8] Esas diversas constelaciones son los factores fortuitos que han hecho que algunas cosas sean para nosotros tema de conversación y otras no, que han hecho que algunos proyectos fuesen posibles e importantes y otros no.Puedo desarrollar el contraste entre la idea de que la historia de la cultura tiene un télos —tal como el descubrimiento de la verdad o la emancipación de la humanidad— y la imagen nietzscheana y davidsoniana que estoy esbozando, al señalar que esta última imagen es compatible con una descripción fríamente mecánica de la relación existente entre los seres humanos y el resto del universo. Porque, después de todo, la genuina novedad puede producirse en un mundo de fuerzas ciegas, contingentes, mecánicas. Considérese la novedad como aquello que acontece cuando, por ejemplo, un rayo cósmico desordena los átomos de una molécula de ADN y orienta así las cosas en la dirección de las orquídeas o de los antropoides. Las orquídeas, cuando llegó su momento, no fueron menos nuevas o maravillosas por la mera contingencia de esa condición necesaria de su existencia. De forma análoga, quizás, el uso metafórico que Aristóteles hace de ousía, el uso metafórico que San Pablo hace de agape, y el uso metafórico que Newton hace de gravitas, fueron resultado de rayos cósmicos que incidieron en la fina estructura de algunas neuronas fundamentales de sus respectivos cerebros, O, más plausiblemente, fueron resultado de algún episodio singular de su infancia: ciertos retorcimientos obsesivos que dejaron en esos cerebros traumas idiosincrásicos. Poco importa el modo en que se resolvió el problema. Los resultados fueron maravillosos. Nunca habían existido cosas así con anterioridad. Esta explicación de la historia intelectual sintoniza con la definición nietzscheana de «verdad» como «un móvil ejército de metáforas». Sintoniza también con la versión que antes he presentado de personas como Galileo, Hegel o Yeats, personas en cuyas mentes se desarrollaron nuevos léxicos, o dotándose así de herramientas para hacer cosas que no había sido posible proponerse antes de que se dispusiese de esas herramientas. Pero para aceptar esa imagen hace falta que concibamos la distinción entre lo literal y lo metafórico como hace Davidson: no como una distinción entre dos especies de significados, sino como una distinción entre un uso habitual y un uso inhabitual de sonidos y de marcas. Los usos literales de sonidos y de marcas son los usos que podemos manejar por medio de las viejas teorías acerca de lo que las personas dirán en determinadas condiciones. Su uso metafórico es el que hace que nos dediquemos a desarrollar una nueva teoría. Davidson expresa esto diciendo que no debemos pensar que las expresiones metafóricas tengan significados distintos de sus significados literales. Tener un significado es tener un lugar en un juego del lenguaje. Davidson niega, según dice, « la tesis de que la metáfora se asocia a un contenido cognitivo que su autor desea comunicar y que el intérprete debe captar para llegar al mensaje».[9] En su opinión, lanzar una metáfora en una conversación es como interrumpir súbitamente ésta, lo necesario para hacer una mueca, o extraer una fotografía del bolsillo y exhibirla, o señalar algún aspecto del entorno o abofetear al interlocutor, o besarlo. Introducir una metáfora en un texto es como utilizar bastardillas, o ilustraciones, puntuación o diagramación inusuales. Todos ésos son modos de producir efectos en el interlocutor o en el lector, pero no modos de transmitir un mensaje. A ninguno de ellos es apropiado responder diciendo: «Qué es exactamente lo que usted está intentando decir?» Si se hubiese querido decir algo —si se hubiese querido formular un enunciado provisto de significado—, presumiblemente se hubiese hecho. Pero, en lugar de ello, se ha creído que la finalidad que se seguía podía alcanzarse mejor por otros medios. El hecho de que se empleen palabras habituales de manera inhabitual —en lugar de bofetadas, besos, imágenes, gestos o muecas— no pone de manifiesto que lo que se dice deba tener un significado. El intento de aclarar ese significado sería el intento de hallar un uso habitual (esto es, literal) de palabras —un enunciado que haya tenido ya lugar en el juego del lenguaje— y afirmar que igualmente podría haberse dado ése. Pero la imposibilidad de parafrasear la metáfora no representa sino la inadecuación de todo enunciado habitual semejante para el propósito de uno.Expresar un enunciado que no tiene un lugar establecido en un juego del lenguaje es, tal como los positivistas acertadamente han señalado, expresar algo que no es ni verdadero ni falso, algo que, en términos de Ian Hacking, no es «candidato al valor de la verdad». Ello se debe a que no es un enunciado que se pueda confirmar o invalidar, o en favor o en contra del cual pueda argumentarse. Sólo es posible saborearlo o escupirlo. Pero ello no quiere decir que, con el tiempo, no pueda convertirse en candidato al valor de verdad. Si efectivamente se saborea y no se escupe, el enunciado puede ser repetido, acogido con entusiasmo, asociado con otros. Entonces requerirá un uso habitual, un lugar conocido en el juego del lenguaje. Con ello habrá dejado de ser una metáfora, o, si se quiere, se habrá convertido en lo que la mayoría de los enunciados de nuestro lenguaje son: una metáfora muerta. Será, precisamente, un enunciado más —literalmente verdadero o literalmente falso— del lenguaje. Ello quiere decir: nuestras teorías acerca de la conducta lingüística de nuestros semejantes bastarán para permitirnos afrontar su expresión de la misma irreflexiva manera con que nos enfrentamos a la mayoría de las demás expresiones.La afirmación davidsoniana de que las metáforas no tienen significado puede parecer una típica sofistería de filósofo, pero no lo es.[10] Forma parte del intento de hacer que dejemos de concebir el lenguaje como un medio. Esto es, a su vez, parte de un intento más amplio de deshacerse de la imagen filosófica tradicional del ser humano. La importancia de la idea de Davidson acaso pueda entenderse mejor si se contrasta con su tratamiento de la metáfora con el de los platónicos y los positivistas, por un lado, y con el de los románticos por otro. Los platónicos y los positivistas comparten una concepción reduccionista de la metáfora: piensan que la metáfora o es parafraseable o es inservible para el único propósito serio que el lenguaje posee, a saber, el de representar la realidad. En cambio, el romántico tiene una concepción expansionista: piensa que la metáfora es extraña, mística, maravillosa. Los románticos atribuyen la metáfora a una facultad misteriosa llamada «imaginación», facultad que ellos suponen se encuentra en el centro del mismo yo, en su núcleo más profundo. Mientras que a platónicos y a positivistas lo metafórico les parece irrelevante, a los románticos les parece irrelevante lo literal. Porque los primeros piensan que lo fundamental en el lenguaje es representar una realidad oculta que se halla fuera de nosotros, y los segundos piensan que su propósito es expresar una realidad oculta que se encuentra dentro de nosotros. La historia positivista de la cultura concibe, pues, el lenguaje como algo que gradualmente se configura según los contornos del mundo físico. La historia romántica de la cultura ve el lenguaje como algo que gradualmente lleva el Espíritu a la autoconsciencia. La historia nietzscheana de la cultura, y la filosofía davidsoniana del lenguaje, conciben el lenguaje tal como nosotros vemos ahora la evolución: como algo compuesto por nuevas formas de vida que constantemente eliminan a las formas antiguas, y no para cumplir un propósito más elevado, sino ciegamente. Mientras el positivista concibe a Galileo como alguien que realizó un descubrimiento —como alguien que finalmente llegó a obtener las palabras que se necesitaban para explicar adecuadamente el mundo, palabras de las que Aristóteles había carecido—, el davidsoniano lo concibe como alguien que ha encontrado una herramienta que para ciertos propósitos resulta funcionar mejor que cualquier Otra herramienta precedente. Una vez que se hubo descubierto lo que se puede hacer con un léxico galilea- no, nadie sintió mucho interés por hacer las cosas que solían hacerse (y que los tomistas piensan que deben seguir haciéndose) con un léxico aristotélico.De forma similar, mientras que el romántico ve a Yeats como quien ha llegado a algo a lo que nadie había llegado, y ha expresado algo que durante largo tiempo se había anhelado expresar, el davidsoniano lo ve como quien halla ciertas herramientas que le ponían en condiciones de escribir poemas que no eran simples variaciones de los poemas de sus precursores. Cuando se tuvo acceso a los últimos poemas de Yeats, se tuvo menos interés por leer los de Rossetti. Lo que puede decirse de los científicos y los poetas vigorosos y revolucionarios, puede decirse también de los filósofos vigorosos: hombres como Hegel y Davidson, filósofos que están más interesados en disolver los problemas heredados que en resolverlos. En esta perspectiva, reemplazar la demostración por la dialéctica como método de la filosofía o desembarazarse de la teoría de la verdad como correspondencia, no constituye un descubrimiento acerca de la naturaleza de una entidad preexistente llamada «filosofía» o «verdad». Es un cambio de la forma de hablar y, con ello, un cambio de lo que queremos hacer y de lo que pensamos que somos.Pero en una perspectiva nietzscheana, que excluye la distinción entre realidad y apariencia, modificar la forma de hablar es modificar lo que, para nuestros propios propósitos, somos. Decir, con Nietzsche, que Dios ha muerto, es decir que no servimos a propósitos más elevados. La sustitución nietzscheana del descubrimiento por la creación de sí equivale al reemplazo de la imagen de generaciones hambrientas que se pisotean las unas a las otras por la imagen de una humanidad que se aproxima cada vez más a la luz. Una cultura en la que las metáforas nietzscheanas fuesen expresiones literales sería una cultura en la que se daría por sentado que los problemas filosóficos son tan transitorios como los problemas poéticos, que no hay problemas que vinculen a las generaciones reuniéndolas en una única especie natural llamada «humanidad,>. Una percepción de la historia humana como la historia de metáforas sucesivas nos permitiría concebir al poeta, en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie.En los capítulos segundo y tercero intentaré desarrollar este último punto en términos de la idea de «poeta vigoroso» desarrollada por Harold Bloom. Pero terminaré este primer capítulo abordando nuevamente la afirmación, central en lo que he estado diciendo, de que el mundo no nos proporciona un criterio para elegir entre metáforas alternativas, que lo único que podemos hacer es comparar lenguajes o metáforas entre sí, y no con algo situado más allá del lenguaje y llamado «hecho».La única forma de argumentar en favor de esa afirmaçi6n es hacer lo que han hecho filósofos como Goodman, Putnam y Davidson: mostrar la esterilidad de los intentos de dar un sentido a expresiones como «adecuado a los hechos» o «el modo como es el mundo». Es posible complementar tales esfuerzos con la obra de filósofos de la ciencia como Kuhn y Hesse. Estos filósofos explican por qué no es posible explicar mediante la tesis de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos el hecho de que el léxico galileano nos permita hacer mejores predicciones que el aristotélico.Tales argumentos, formulados por filósofos del lenguaje y por filósofos de la ciencia han de considerarse teniendo por trasfondo la obra de los estudiosos de la historia intelectual; historiadores que, como Hans Blumenberg han intentado rastrear las similitudes y las diferencias existentes entre la Edad de la Fe y la Edad de la Razón.[11] Estos historiadores han presentado la idea que mencioné anteriormente: la idea misma de que el mundo o el yo tienen una naturaleza intrínseca —una naturaleza que el físico o el poeta pueden haber vislumbrado— es un remanente de la idea de que el mundo es creación divina, la obra de alguien que ha tenido algo en su mente, que hablaba un lenguaje propio en el que describió su propio proyecto. Sólo si tenemos presente una imagen semejante, una imagen del universo como persona o como algo creado por una persona, podemos encontrar sentido en la idea de que el mundo tiene una «naturaleza intrínseca». Porque el valor de esa expresión es, precisamente, que ciertos léxicos constituyen representaciones del mundo más adecuadas que otras, frente a su carácter de herramientas más aptas para relacionarse con el mundo con vistas a uno u otro propósito.Excluir la idea del lenguaje como representación y ser enteramente wittgensteiniano en el enfoque del lenguaje, equivaldría a desdivinizar el mundo. Sólo si lo hacemos podemos aceptar plenamente el argumento que he presentado anteriormente: el argumento de que hay verdades porque la verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia de los enunciados depende de los léxicos, y porque los léxicos son hechos por los seres humanos. Pues en la medida en que pensemos que «el mundo» designa algo que debemos respetar y con lo que nos hemos de enfrentar, algo semejante a una persona, en tanto tiene de sí mismo una descripción preferida, insistiremos en que toda explicación filosófica de la verdad retiene la «intuición» de que el mundo está «ahí afuera». Esta intuición equivale a la vaga sensación de que incurriríamos en hybris[12] al abandonar el lenguaje tradicional del «respeto por el hecho» y la «objetividad»: que sería peligroso, y blasfemo, no ver en el científico (o en el filósofo, o en el poeta, o en alguien) a quien cumple una función sacerdotal, a quien nos pone en contacto con un dominio que trasciende a lo humano.De acuerdo con la concepción que estoy proponiendo, la afirmación de que una doctrina filosófica «adecuada» debe contemplar también nuestras intuiciones, es una consigna reaccionaria, una consigna que supone una petición de principio.[13] Porque para mi concepción es esencial que no tenemos una consciencia prelingüística a la que el lenguaje deba adecuarse, que no hay una percepción profunda de cómo son las cosas, percepción que sea tarea de los filósofos llevar al lenguaje. Lo que se describe como una consciencia así es simplemente una disposición a emplear el lenguaje de nuestros ancestros, a venerar los cadáveres de sus metáforas. A no ser que padezcamos de lo que Den-ida llama «nostalgia heideggeriana», no creeremos que nuestras intuiciones son más que trivialidades, más que el uso habitual de cierto repertorio de términos, más que viejas herramientas que aún no tienen sustituto.Puedo resumir crudamente la historia que nos cuentan historiadores como Blumenberg diciendo que hace mucho tiempo sentimos la necesidad de venerar algo que se hallaba más allá del mundo visible. A comienzos del siglo XVIII intentamos reemplazar el amor a Dios por el amor a la verdad tratando al mundo que la ciencia describía como una cuasidivinidad. Hacia el final del siglo XVIII intentamos sustituir el amor a la verdad científica por el amor a nosotros mismos, veneración de nuestra propia profundidad espiritual o nuestra naturaleza poética, considerada como una cuasidivinidad más.La línea de pensamiento común a Blumenberg, Nietzsche, Freud y Davidson sugiere que intentamos llegar al punto en el que ya no veneramos nada, en el que a nada tratamos como a una cuasidivinidad, en el que tratamos a todo —nuestro lenguaje, nuestra consciencia, nuestra comunidad— como producto del tiempo y del azar. Alcanzar ese punto sería, en palabras de Freud, «tratar al azar como digno de determinar nuestro destino». En el capítulo siguiente sostendré que Freud, Nietzsche y Bloom hacen con nuestra consciencia lo que Wittgenstein y Davidson hacen con nuestro lenguaje, esto es, mostrar su pura contingencia. [1] No dispongo de un criterio de individuación de los distintos lenguajes o léxicos, pero no estoy seguro de que necesitemos alguno. Durante mucho tiempo los filósofos han empleado expresiones como ‘en el lenguaje L’, sin preocuparse demasiado acerca del modo en que podría establecerse dónde termina un lenguaje natural y dónde empieza otro, ni cuándo concluye ‘el léxico científico del siglo xvii’ y se inicia ‘el léxico de la Nueva Ciencia’. En líneas generales, se produce una ruptura así cuando, al hablar de diferencias geográficas o cronológicas, empezamos a emplear la ‘traducción’ más que la ‘explicación’. Ello ocurrirá toda vez que nos resulte cómodo comenzar por mencionar las palabras antes que emplearlas, o destacar la diferencia entre dos series de prácticas humanas colocando comillas a cada lado de los elementos de esas prácticas.[2] Nietzsche ha producido muchísima confusión al deducir de »la verdad no es cuestión de correspondencia con la realidad, que «lo que llamamos “verdades” son sólo mentiras útiles. La misma confusión se halla ocasionalmente en Derrida allí donde, de no existe una realidad como la que los metafísicos han tenido la esperanza de descubrir’, se infiere que lo que llamamos ‘real’ no es en realidad real. Con tales confusiones Nietzsche y Derrida se exponen a la objeción de inconsistencia autorreferencial, es decir, de que declaran conocer lo que ellos mismos declaran que no es posible conocer.[3] Debo subrayar que no puede hacérsele a Davidson responsable de la interpretación que estoy haciendo de sus ideas, ni de Otras ideas que extraigo de las suyas. Una amplia presentación de esta interpretación puede hallarse en mi trabajo ‘Pragmatism, Davidson and Truth’, en Ernest Lepore (comp.), Truth and Interpretation: Perspectives On the Philosophy of Donaid Davidson, Oxford, Blackwell, 1984. Acerca de la reacción de Davidson a esa interpretación, véaflse sus After-thougts, a A Coherence Theory of Truth and Knowledge», en Alain Malachowski. Reading Rorty, Oxford, Blackwell (en prensa).[4] Una elaboración de esas dudas se hallará en mi Contemporary Philosophy of Mind’, en Synthese, 53, 1982, 332-348. En relación con las dudas de Dennett acerca de mis interpretaciones. véanse sus «Comments on Rorty», págs. 348-354.[5] Puede hallarse ese ensayo en Lepore (comp.), Truth and Interpretation.[6] «A Níce Derangement of Epitaphs», en Lepore (comp.), Trurh and Interpretation, página 446. He añadido la bastardilla.[7] Véase «The Explanatory Function of Metaphor», en Heasse, Revolutions and Reconstructions in the Philosophy of Science, Bloomington, Indiana University Press. 1980.[8] Se resiste a esa unión Bernard Williams en su discusión de la opinión de Davidson y mía incluida en el capítulo 6 de su Ethics and the Limits of Philosophy, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1985. Una respuesta parcial a Williams se halla en mi «Is Natural Science a Natural Kind?», en Ernan McMullin (comp.). Construction and Constraint: The Shaping of Scientific Rationality, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1988.[9] Davidson, What Metaphor Mean, en sus Inquires into Truth and Interpretation, Oxford University Press. 1984, pág. 262.[10] Para Otra defensa de Davidson contra la acusación de sofistería y contra muchas otras acusaciones, véase mi UnfamiIiar Noises: Hesse and Davidson on Metaphor, Proceedings of the Aristotelian Society, volumen suplementario, 61, 1987, págs. 283-296.[11] Véase Hans Blumenberg, The Legitimacy of the Modern Age, traducción de Robert Wahace, Cambridge, Massachusets, MIT Press, 1982.[12] Orgullo (N. del R.).[13] Se encontrará una aplicación de esta sentencia aun caso particular en mi discusión de los recursos a la intuición que se hallan en la concepción de la subjetividad sustentada por Thomas Nagel y en la doctrina de la «intencionalidad intrínseca,’ de John Searle, en «Contemporary Philosophy of Mind». Otra crítica de ambos, crítica que armoniza con la mía, se hallará en Daniel Dennett, «Setting 0ff on the Right Foot» y «Evolution, Error and Intentionality», en Dennett, The Intentional Stance, Cambridge, Massachusets, MIT Press, 1987.

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